Según está recogida en el llamado Manuscrito de Fausse-Fontevrault (circa. 1080), donado en 1770 por el rey Luis XV de Francia a la Biblioteca Joanina de la Universidad de Coimbra, Portugal, donde se conserva. [1] En los tiempos antiguos existió un reino ni grande ni pequeño, ni rico ni pobre, ni del todo feliz ni completamente desgraciado. El monarca del lugar gobernaba en ocasiones casi bien y en ocasiones un poco mal, como lo había hecho su padre, y el padre de su padre, y el padre del padre de su padre, y todos sus antepasados uno antes del otro hasta que se perdían en las sombras de la memoria, pues la estirpe del Rey era larga y el Reino pacífico y estable, y todos los monarcas habían muerto plácidamente de ancianos y en la cama. Sin embargo, nuestro Rey estaba envejeciendo y no conseguía tener descendientes. Había repudiado a diez esposas consecutivas porque ninguna le paría un heredero, y empezaba a desesperar, pues temía que con él se truncara tan extenso linaje. Una noche de insomnio se le ocurrió una idea: apresar a Margot, la Dama de la Noche, el hada más poderosa de su Reino, y obligarla a cumplir sus deseos. Para ello envió a Margot un emisario con ricos presentes y una invitación a la gran fiesta que daría en palacio con motivo del repudio de su décima esposa y de los esponsales con la undécima. El hada, que era alegre y coqueta, aceptó al punto, y la noche de la gran celebración llegó a palacio en una carroza tirada por ciervos con la cornamenta pintada de oro, y ataviada con un traje deslumbrante confeccionado con luciérnagas vivas. Cuentan que la fiesta fue la más grande y más lujosa de todas cuantas constan en los anales. Bebidas embriagadoras y viandas exquisitas se sucedían en las enormes mesas, y hubo músicos y saltimbanquis, juglares y magos, tigres de los hielos tan blancos como la leche y bayaderas de Oriente de color ambarino. Margot gozaba del festejo mientras el Rey, a su lado, le llenaba todo el tiempo la copa de hidromiel. Y el tiempo transcurría tan lentamente que, por las ventanas, la noche seguía siendo muy negra y muy profunda. Hasta que, en un momento determinado, el Rey hizo una seña y los lacayos dejaron caer las telas pintadas con las que habían cegado todas las aberturas del palacio, fingiendo paisajes nocturnos, cielos oscuros y estrellados. Y por los ventanales repentinamente descubiertos entró a raudales el sol del mediodía, pues ésa era en verdad la hora, por más que todos los cortesanos se hubieran confabulado con el monarca para fingir que el tiempo no pasaba. Cuando los rayos del sol cayeron sobre Margot, el hada profirió un grito lastimero y se convirtió en una gallina vieja y fea. Porque la Dama de la Noche no puede soportar la luz diurna. El Rey saltó sobre el ave y la metió dentro de una jaula. Y le dijo: «Dama de la Noche, estás en mis manos. O me proporcionas un hijo varón, o seguirás poniendo huevos hasta el fin de tus días». La gallina, furiosa, sólo contestó con grandes improperios. Entonces el Rey mandó colocar la jaula en mitad del patio, bajo el sol. Porque, por cada día de sol que recibía la Dama de la Noche, habría de vivir como gallina durante tres jornadas más. A las pocas horas, después de haber picoteado y devorado furiosamente todas las luciérnagas de su traje, que habían muerto de golpe bajo la luz, Margot se rindió: «Te daré un heredero», prometió. Y el Rey le dijo: «Dama de la Noche, antes de que te libere tienes que jurar por la redonda Luna que no te vengarás de mí ni de mi hijo ni de mi Reino, y que no nos lanzarás ninguna maldición». Y Margot juró, y, como la Luna era para ella lo más sagrado, ya no podía desdecirse. Pocos días después el hada recuperó su figura humana y sus poderes y cumplió su promesa. Nueve meses más tarde nació un niño a quien pusieron por nombre Helios, porque de algún modo era hijo del Sol. Estaban celebrando la fiesta del bautizo cuando, al anochecer, apareció en la corte el hada Margot. «Traigo un presente para el Príncipe Heredero», proclamó. «Juraste no vengarte ni maldecirnos», le recordó el Rey, amedrentado. «Y cumpliré mi juramento —contestó ella—: Voy a regalarle un don verdadero, el mejor don de todos: el de la palabra». Diciendo esto, la Dama de la Noche se acercó a la cuna de sábanas de seda y puso una mano sobre la cabeza del infante: «Que, digas lo que digas, lo digas mejor que nadie, y que todo lo que digas te ¡o crean…», clamó el hada. Y luego, sonriendo con malevolencia, añadió: «A ver si eres capaz de estar a la altura de mi regalo». El Príncipe Heredero creció sano y feliz, y desde muy pequeño dio muestras de una elocuencia prodigiosa. Como su padre, y como el padre de su padre, y como el padre del padre de su padre, tenía un carácter ni del todo bueno ni del todo malo. De hecho en su talante natural primaba lo bondadoso, pero cierta tendencia a la vanidad, a la codicia y a la pereza enturbiaba su alma. Muy pronto advirtió que, cuando mentía, lo hacía tan bien que todo el mundo le creía. Incluso si le atrapaban en mitad de alguna travesura infantil, con sus floridas palabras siempre lograba convencer de su inocencia a ¡os tutores y escapar del castigo. Durante algunos años, este descubrimiento fue para él una especie de tesoro oculto, un poder secreto que sólo utilizaba en circunstancias especiales. Pero, con el tiempo, sus reservas y cuidados se fueron desvaneciendo, porque era muy cómodo mentir y resultaba muy útil convencer a los demás para que actuaran conforme a él le convenía. Y, así, !a dejadez fue torciendo poco a poco su carácter y el príncipe Helios se hizo un adolescente desobediente, y luego un jovenzuelo mujeriego y vividor. Pero todos buscaban su compañía, prendidos del fulgor de sus palabras; todos estaban convencidos de su sabiduría, todos opinaban justamente aquello que el Príncipe quería que opinasen. Pocas cosas envejecen tanto como la adulación, de modo que para cuando Helios cumplió los veinte años, ya se sentía cansado de ser el Príncipe Heredero. Enfatuado a fuerza de contemplarse en el admirativo espejo de los otros, estaba convencido de que él merecía ser Rey mucho más que el Rey. Habló con su Señor Padre e intentó persuadirle para que abdicara; pero, por vez primera y para su sorpresa, no logró su objetivo. Contrariado, el Príncipe rumió la afrenta durante largos días y al cabo terminó diciéndose a sí mismo que el Rey daba muestras de haber perdido el juicio. Una vez alcanzada esta conclusión, ideó un astuto plan contra el monarca. Noble a noble, caballero a caballero y prelado a prelado, fue convenciendo al Reino entero de que a su Señor Padre le flaqueaba la cordura. Y, si el Rey había caído en la sinrazón, ¿no era necesario para el bien común que él, el Príncipe, se sacrificara, pues sacrificio era alzarse contra su amado Padre? Tanto repitió su elocuente alegato de responsabilidad patriótica y de dolor filial, que acabó creyéndoselo él mismo. Porque el mentiroso que consigue copiosas alabanzas y pingües beneficios con sus mentiras prefiere creer que no está mintiendo y que todo lo que ha obtenido es merecido. Y así fue como el príncipe Helios se convirtió en Rey en lugar del Viejo Rey, el cual fue encerrado en una torre lóbrega y sin ventanas hasta el fin de sus días, atendido por carceleros mudos y sordos para que nadie pudiera indagar sobre el verdadero estado de su razón. Muy contento se puso el nuevo Rey tras ocupar el trono, y la felicidad potenció en él cierta bonhomía. «Me gustaría ser un gran monarca y que mi nombre fuera recordado con veneración durante siglos», se dijo majestuosamente. Y pensó en mentir menos. Pero ya no sabía distinguir muy bien entre lo cierto y lo incierto. Por añadidura, y aunque había convencido a la mayoría con sus razones, algunos de los más fieles vasallos de su Señor Padre seguían sin creerle loco. De modo que el Rey tuvo que volver a mentir ciento y una veces, tuvo que difamar a los guerreros díscolos y desterrarlos o encarcelarlos o cortarles la cabeza, tuvo que adueñarse de sus propiedades. Y con cada falso testimonio, con cada abuso cometido y cada patrimonio arrebatado, el Rey iba creyendo más y más en el hilo multicolor de sus mendacidades, y le parecía que sus oponentes tenían verdaderamente muy mala fe y que sus víctimas eran en realidad seres indignos. Y así, el monarca, que cuando era todavía joven dominaba con tamaña perfección el arte de la palabra que, aun cuando mentía, lo hacía hermosamente, empezó a expresarse de modo ampuloso, zafio y hueco, y a usar grandes palabras muy vacías, y a alardear de empeño justiciero y de pureza. Y cuantas más iniquidades cometía, más chillaba, y más obviedades empleaba en sus razonamientos. Como la voz del poder es siempre persuasiva, el Reino entero comenzó a utilizar los mismos modos falsos y vacíos. Todos deambulaban por las calles gritándose grandísimas palabras los unos a los otros y clamando estentóreamente por la Justicia, el Bien, la Moral, el Reino, mientras eran injustos, malvados e indecentes. Nadie se resignaba ya a ser en parte bueno y en parte malo, como siempre habían sido los pacíficos súbditos de aquel lugar, sino que, enardecidos por la grandilocuencia de sus propias mentiras, todos querían hacerse pasar por puros y perfectos. De manera que empezaron muy pronto las rencillas, primero entre los partidarios del Rey y los defensores del antiguo Rey, luego entre los partidarios de que el Rey se quedara todo el botín y los que querían repartirse las ganancias, luego entre los partidarios del Rey para ver quién era más partidario, luego entre los nobles añejos y los nobles recientes, luego entre los que llevaban barba y los lampiños, los altos y los bajos, los zurdos y los diestros. Los gritos dieron paso al temible susurro del hierro al desnudarse, y una vez desenvainadas las espadas el metal siempre tiene necesidad de saciar su hambre. Cualquier cosa era causa de gresca y el Reino empezó a hundirse en un remolino de guerras fratricidas. Llegó un momento en que en aquella tierra torturada sólo se podían escuchar las palabras sucias, las palabras mentirosas, las sucias mentiras que asesinan. Los pueblos ardían, las cosechas se perdían, los niños morían. De cuando en cuando aparecía alguien que se atrevía a decir alguna palabra verdadera, pero inmediatamente le rebanaban el pescuezo. Con el tiempo, todos aquellos que aún tenían algo auténtico que decir habían sido ejecutados o acallados por el miedo. No había más palabras que las mentiras del Rey y los improperios de sus secuaces, y, por debajo del estruendo, triunfaba el silencio de los camposantos. Y entonces, cuando las cosas ya estaban tan mal que parecía imposible que pudieran ir peor, los objetos empezaron a borrarse. Un día desapareció de golpe el árbol más añoso del Camino Real, otro día se volatilizó un lienzo de la muralla, una mañana se borró la escalera de piedra del campanario y para poder subir tuvieron que colgar escalas de cuerda. Era como si la falta de veracidad y solidez de las palabras hubiera contagiado a la materia. Había escudillas que desaparecían con su contenido de guisantes cuando el comensal iba a hundir la cuchara en el guiso, borceguíes que se desvanecían dejando los pies desnudos, espadas que se borraban en el aire justo cuando el guerrero se disponía a descargar un mandoble mortal. Grande fue el susto de las gentes ante estos prodigios, pero aún se asustaron mucho más cuando advirtieron que e! Rey empezaba a transparentarse. Poco a poco, día tras día, el monarca parecía ir perdiendo su sustancia y afinando la masa de su ser, de tal modo que, sin adelgazar propiamente en sus carnes, sin embargo se hacía más ligero, se difuminaba, se iba clareando de través como una urdimbre demasiado raída por el uso, o como e! humo que la brisa disuelve. Al principio, el Rey no advirtió las mudanzas que acontecían en su cuerpo, que en los comienzos eran sobre todo visibles con cierta perspectiva y a contraluz; y, como hacía tiempo que se había instaurado entre sus súbditos la costumbre de mentir, nadie osó decirle lo que sucedía. Cuando el monarca descubrió su estado, el proceso se encontraba ya tan avanzado que una mañana de deslumbrante sol, en el jardín de palacio, un mirlo aturullado se estrelló volando contra el pecho real, creyendo que el paso estaba expedito. Aterrorizado, el Rey corrió a visitar a la Dama de la Noche, que le recibió burlona y divertida. «Hada Margot, tenéis que socorrerme. Cuando me contemplo en el espejo, veo a través de mis mejillas el tapiz que cubre el muro a mis espaldas. Si sigo así, desapareceré muy pronto», gimió el monarca. «Yo no he sido la causante de tu estado actual, Rey; te lo aclaro por si vienes a mí con esa sospecha —contestó la Dama—: El único responsable de tu ruina y de la de tu Reino eres tú mismo, y a decir verdad, yo ignoro cómo ayudarte. Te aconsejo que vayas a consultar con el Dragón; es la criatura más sabia del mundo y tal vez conozca algún remedio para tu mal. Y date prisa, porque sin duda morirás muy pronto». Aún más empavorecido tras las palabras del hada, el Rey ensilló sus mejores caballos y galopó sin pausa a través de su Reino medio borrado, hasta que llegó al confín rocoso donde habitaba el antiquísimo Dragón, el ser vivo más viejo de la Tierra. Y ¡legó a la guarida de la criatura, que era una caverna monumental erizada de largas lágrimas de piedra, y desmontó de su bridón y entró a pie, amedrentado y titubeante. Y a los pocos pasos se topó en efecto con el monstruo, que era tan grande como una catedral tumbada de medio lado. El Dragón dormitaba, produciendo con sus resoplidos un estruendo semejante a un derrumbe de rocas. Era de color verdoso negruzco, y las enormes y endurecidas escamas que erizaban su piel guardaban en sus repliegues una suciedad milenaria, lodo petrificado del Diluvio. Bajo los belfos babosos, unas puntiagudas barbas blancas. Exhalaba un olor fortísimo, una peste punzante, como a orina de cabra y a hierro frío. «Mi Señor Dragón —llamó el Rey con vocecilla temblorosa—. Perdonadme la molestia, mi Señor…». Tuvo que repetir el llamado varias veces hasta que al fin la criatura se estremeció ligeramente y abrió un ojo, sólo uno, sin alzar la cabezota ni mover nada más de su corpachón. El ojo, amarillo y rasgado como el de un gato pero de tamaño descomunal, vagó adormilado por la cueva, buscando el origen del ruido. «Aquí, mi Señor Dragón…, soy yo, el rey Helios…», dijo el monarca, agitando los brazos y colocándose contra el fondo Uso de una gran roca, para que su figura transparente resaltara más. «Ya te veo —dijo el Dragón con su vozarrón de vendaval—: Aunque eres poca cosa». «Por eso me he atrevido a molestaros, sabio Dragón. Sólo vos podéis conocer el remedio a mi mal. Mi Reino y yo estamos desapareciendo, y si no me ayudáis, moriremos muy pronto», imploró el monarca. El monstruo alzó con esfuerzo y cansancio su enorme testuz y abrió el otro ojo. Contempló con gesto pensativo y cierta curiosidad lo que quedaba del Rey y al cabo dijo: «Qué incomprensibles criaturas sois los humanos. No entiendo por qué os espanta tanto morir hoy, por qué hacéis lo posible y lo imposible por seguir viviendo un día más, cuando todos vosotros desapareceréis mañana irremisiblemente, en un tiempo tan breve que es inapreciable. ¿Qué importa morir antes o después, si sois mortales? Claro que tampoco entiendo cómo podéis levantaros todas las mañanas, y comer, y moveros, y luchar, y vivir, como si no estuvierais todos condenados». Dicho lo cual, el Dragón, fatigado, dejó caer la cabeza y volvió a quedarse instantáneamente dormido. Sus resoplidos retumbaron de nuevo en la caverna. «¡Señor Dragón! ¡Señor Dragón! ¡Tened misericordia, no me dejéis así…!», suplicó el Rey; y, tras mucho insistir, consiguió despertar otra vez a la criatura. «Así que sigues todavía ahí, brizna de humano —masculló el Dragón —: Empiezas a fastidiarme con tus gritos. Además, tú solo te has labrado tu desgracia, y no veo por qué tengo que ayudarte… Aun así, haré algo por ti. Voy a plantearte una adivinanza cuya respuesta correcta te revelará el destino que te espera. Quién sabe, puede que, si conoces tu futuro, consigas cambiarlo. ¿Estás dispuesto a jugar?». El Rey pensó que tenía poco que ganar, pero tampoco nada que perder, y asintió agitando vigorosamente su cabeza translúcida. Entonces el Dragón entrecerró los ojos y declaró: «Este es el acertijo: cuando tú me nombras, ya no estoy». El monarca se quedó perplejo. Dio vueltas al enigma en la cabeza durante un buen rato como quien hace rodar un hueso de aceituna dentro de la boca, y casi iba ya a declararse vencido cuando, de pronto, la solución se iluminó dentro de su mente. Se estremeció, asustado de lo que había entrevisto. Y luego aclaró la temblorosa voz, miró al Dragón y dijo: «La respuesta es…
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FIN DE LA HISTORIA DEL REY TRANSPARENTE
(Rosa Montero)